La difícil tarea del asesor fiscal

Artículo de José Ignacio Alemany Bellido, socio-director de Alemany, Escalona & De Fuentes Abogados, publicado en Cinco Días el 20 de septiembre de 2016.

  • La necesidad de estar al día es agobiante. Un asesor desactualizado no sirve y se queda fuera del mercado
  • En tiempo de crisis ha habido años que han visto más modificaciones normativas en materia tributaria que días

El ejercicio de la profesión de asesor fiscal es realmente complejo. En primer lugar, un buen asesor fiscal tiene que saber tanto de leyes como de números. De hecho, la asignatura de Sistema Fiscal es una de las que más créditos tiene en los dobles grados de Derecho y ADE. Aun así, uno no puede adentrarse en la práctica del Derecho fiscal sin antes haber cursado uno de los numerosos (y costosos) másteres en Tributación.

Una vez sentado en su despacho profesional, es carne de cañón de bases de datos y boletines informativos de novedades. Las modificaciones habidas en esta materia son numerosas, tanto que en tiempo de crisis ha habido años que han visto más modificaciones normativas que días. No se puede perder de vista el BOE, y no solo el estatal, sino también el autonómico. Y vamos a dejar por un momento de lado las ordenanzas municipales.

Supongamos que tenemos a nuestro joven asesor fiscal formado y conocedor (es un decir) de la normativa vigente. ¿Cuál es el siguiente paso? El de la interpretación: en materia fiscal es fundamental conocer la doctrina administrativa emanada de la Dirección General de Tributos (DGT), que en determinados casos tiene carácter vinculante más allá del contribuyente consultante. Pero resulta que quien tiene que aplicar la normativa por parte de la Administración es la Agencia Estatal de la Administración Tributaria (AEAT), cuyo criterio no siempre coincide con el de la DGT. Y formando parte del mismo Ministerio de Hacienda nos encontramos con los tribunales económico-administrativos (TEA), tanto los regionales como el central, horcas caudinas por las que hay que pasar cuando discutimos un acto de la Administración.

Las resoluciones de estos tribunales a veces dan la razón a la Administración y a veces no, y en ocasiones los criterios del central vinculan a aquella. Por supuesto, muchos de estos criterios salen a la luz cuando la normativa a la que se refieren no está vigente. En otras ocasiones, como se ha visto recientemente, el criterio del TEA Central no coincide con el de la DGT.

Más allá del Ministerio de Hacienda tenemos la jurisdicción contencioso-administrativa, ante la que pueden recurrirse las resoluciones de los TEA. Tras un complejo sistema de reparto de competencias, contamos con los juzgados de lo contencioso-administrativo (para cuestiones fundamentalmente locales), las salas de lo contencioso-administrativo de los tribunales superiores de justicia (a nivel regional) y la Sala de lo Contencioso-Administrativo de la Audiencia Nacional (a nivel estatal), más la del Tribunal Supremo para la casación.

Todos ellos tienen su opinión y, a diferencia de lo que ocurre con los TEA, los jueces no son especialistas en la materia, por lo que hay que reconocerles doblemente el esfuerzo que hacen para tratar de dictar una sentencia justa. Hace ya muchos años oí decir lo siguiente a un magistrado del Supremo: “No olviden ustedes que no somos los últimos porque seamos infalibles; somos infalibles porque somos los últimos”.

Ni que decir tiene que las sentencias de esos juzgados y tribunales no son coincidentes, que muchas veces salen a la luz cuando la normativa a la que se refieren está largamente derogada, especialmente las del Supremo, y que en muchas ocasiones no puede recurrirse en casación porque el tema en cuestión no es de suficiente cuantía o, ahora, no tiene interés casacional.

A partir de ahí podremos acudir al Tribunal de Justicia de la Unión Europea, pero solo si la norma o su aplicación ha sido contraria al ordenamiento europeo. Por supuesto, haciendo lo que puede está la doctrina científica, pero a estas alturas de la película comprenderán los legos que, en comparación con la de otras ramas del ordenamiento, su utilidad en lo tributario es más bien escasa.

Así las cosas, nuestro asesor fiscal recibe a su primer cliente. Este le expone el problema, nuestro protagonista lo estudia y le convoca para una reunión explicativa. En esa reunión el asesor orgulloso le reporta lo que la ley dice, qué discusiones pueden plantearse, cuál ha sido la opinión de la DGT o de los TEA, y el criterio de las sentencias que, en su caso, si ha habido tiempo, se han pronunciado sobre él.

Al cliente todo eso le parece muy bien, pero se le antoja un poco teórico: el cliente quiere saber qué va a pasar con su declaración cuando la presente. Claro. A nuestro asesor fiscal le falta lo que suele llamarse la práctica de la ventanilla. Y acepta con resignación que tiene que patearse administraciones y delegaciones de la AEAT para saber qué dice y hace quien está en primera fila.

Los cambios de normas se suceden y uno no puede dejar de estudiar un minuto. La necesidad de estar al día es agobiante. Un asesor fiscal desactualizado no sirve. Algunos de estos cambios son determinantes y dejan fuera de la profesión a quienes no estén dispuestos a hacer un ímprobo esfuerzo de estudio. Uno de ellos fue la entrada en vigor del IVA, que hizo que muchos de nuestros compañeros se especializaran en otros impuestos. Otro más reciente tuvo por objeto el impuesto sobre sociedades: a partir de 1996 la base imponible se determina a partir del resultado contable. Por selección natural, el asesor que no sepa contabilidad se verá convenientemente expulsado de la carrera. Y al juez que no la comprenda le será difícil dictar una justa sentencia en este impuesto.

Me atrevo a decir que somos la única profesión cuya opinión está constantemente puesta en tela de juicio por la de uno de los departamentos más potentes, activos y con más capacidad del Estado, como es la Administración tributaria. Entre el cliente, que (normalmente) quiere pagar pocos impuestos, y la AEAT, que quiere todo lo contrario, se encuentra el asesor fiscal, en una pinza diabólica que nos hace preguntarnos a menudo cómo hemos decidido dedicarnos a esto.

Sumen ustedes que nuestra especialidad se centra en nuestro país, es decir, que no podemos emigrar a otro y ganarnos la vida con lo nuestro, que estamos en el ojo del huracán y que el ministerio fiscal nos tiene en el punto de mira y en caso de delito a veces pretende que corramos la misma suerte que nuestros clientes. Ante esta situación hay que reivindicar la figura del asesor fiscal: somos los artífices de la recaudación tributaria y gracias a nosotros funciona el Estado. Somos, además, confidentes de nuestros clientes, les explicamos las normas, las consecuencias económicas derivadas de su cumplimiento y, por supuesto, las derivadas de su incumplimiento, y se lo crean o no, les animamos a cumplirlas, porque sabemos que dormirán mucho más tranquilos. Y nosotros también.

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